Esta semana he devorado la novela Bailar en el desierto, de Juan Arnau, y al leerla he recordado mi primera noche en el club Florida 135… «Llegaremos en una hora y cuarto», informó el conductor. «No se puede fumar, beber, ni hacer cosas raras. Si huelo a porros, inmovilizo el autobús y llamo a la guardia civil. ¿Está claro?». «Vale, colega, buen rollito», dijo un chaval por lo bajini. Estábamos en la plaza Paraíso, a punto de salir para el Florida 135 de Fraga. Eran las once de la noche de un sábado de marzo del año 2001 y el autocar estaba lleno de peña. Todos los pasajeros tenían apenas veinte años, excepto mi chica y yo que les sacábamos más de diez años a todos. Nos miraban con cierta desconfianza, como pensando: «¿Qué hacen estos dos viejos aquí?». Y era una buena pregunta. Lo cierto es que queríamos visitar la Catedral del techno, la discoteca en activo más antigua del país. Tras recorrer el desierto árido de los Monegros, bajamos del autobús; tenemos que volver al bus a las ocho de la mañana.
«A las ocho en punto», remachó el conductor. Hacemos cola para entrar. Deniegan la entrada a un chaval por ir en chándal. Normas de la casa: en chándal no se puede entrar. Mi chica y yo llevamos ropas vistosas, intentando pasar por jóvenes (sin conseguirlo). De hecho, al entrar en las salas más oscuras, los chavales cuchicheaban: «¡Pasma! ¡Pasma!», y se abrían a nuestro paso como las aguas del Mar Rojo ante Moisés. Decorada como una calle del Bronx, la discoteca resulta hipnótica y alucinante, retumbando la música electrónica a todo trapo. Tras bailar en varias salas, nos pedimos un par de bocadillos en el bar. «¿Los quieres con el pan untadico con tomate, hijo mío?». «Claro, señora». Cuando volvimos a las ocho al autobús, la chavalada nos recibió de otro talante; al fin y al cabo, habíamos pasado toda la noche bailando como unos campeones; ya formábamos parte del grupo.